Cultura

Nombrar es resistir, es cultural: ética del vínculo

 

Nombrar es resistir, es cultural: ética del vínculo

Por *Ofelia Muñoz Catalán

» No permitiré que mi vida se reduzca. No me inclinaré ante el capricho de otra persona o ante la ignorancia de otra persona». Bell Hooks.

En una época en la que nos comunicamos a velocidades vertiginosas, en la que las relaciones a veces se parecen más a pantallas deslizables que a vínculos profundos, es urgente detenernos a pensar en algo tan simple —y a la vez tan complejo— como el acto de nombrar al otro. ¿Qué implica decir el nombre de alguien? ¿Qué significa cuando dejamos de hacerlo?

Lejos de ser una simple formalidad lingüística, nombrar a alguien es un gesto cultural y ético de primera magnitud. Es reconocer que ese otro existe, tiene una historia, un lugar, una voz. En muchas culturas originarias, por ejemplo, el nombre es un lazo espiritual; nacer es también ser nombrado, y sin ese nombre, uno no termina de existir. ¿Por qué, entonces, en nuestros vínculos afectivos contemporáneos —especialmente los informales o múltiples— estamos dejando de hacerlo?

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Vivimos tiempos donde se ha normalizado hablar del otro como «una persona», «mi vínculo», «esa compañía especial». El nombre propio, con su potencia de singularidad, se esfuma. Y lo que parece ser una estrategia para resguardar la privacidad o evitar complicaciones emocionales, puede convertirse en una forma sutil pero efectiva de invisibilizar. De borrar al otro.

No se trata aquí de una condena moral, sino de una pregunta cultural: ¿Qué tipo de relaciones estamos cultivando cuando omitimos el nombre del otro? La activista en feminismos, Bell Hooks decía que no hay amor sin reconocimiento. Y yo añadiría: no hay vínculo humano sin nombre porque nombrar es incluir, es decir: «te veo, sé que estás ahí, y tienes un lugar en mi mundo».

Autores como Martin Buber o Emmanuel Levinas han insistido en que el otro no es una cosa, un objeto, un «eso». El otro es un «Tú», una presencia que me interpela, que exige respuesta. Y en tiempos donde las relaciones tienden a volverse líquidas, flexibles, incluso desechables, nombrar es resistir al anonimato afectivo inclusive nombrarle por el adjetivo cariñoso que se le ha adaptado a la persona desde el tan descalificado bebé hasta los más extraños como patitas pechochas o cualquier otro tipo de cursilería que se le puede ocurrir a la persona cuando forma vínculos afectivos.

El nombre como gesto fundacional del vínculo Martin Buber (1923/2003), en su obra Yo y Tú, plantea que la existencia humana cobra sentido a través del encuentro auténtico con el otro. Nombrar al otro es reconocer su existencia plena como «Tú», y no reducirlo a un objeto o función («eso»). El nombre funda una relación de reciprocidad, una vía de acceso a la intersubjetividad.

Del mismo modo, Jacques Lacan (1977) argumenta que el sujeto se constituye dentro del lenguaje, y que el nombre propio funciona como un significante primario que permite al sujeto ser reconocido en el orden simbólico. No ser nombrado es, desde esta perspectiva, ser excluido del campo del deseo del otro, es no tener lugar ni inscripción simbólica en su relato.

Desde la neuropsiquiatría, Marian Rojas Estapé (2018) refuerza esta idea afirmando que el nombre activa zonas cerebrales relacionadas con el apego, la pertenencia y la seguridad emocional. El nombre, por tanto, no es solo una etiqueta; es una puerta abierta a la construcción afectiva.

Esto no es una nostalgia por el pasado ni una crítica a las nuevas formas de amar. Es una invitación a repensar cómo construimos cultura desde lo más cotidiano: el lenguaje. Porque el lenguaje crea realidad. Y cuando en nuestros círculos íntimos, nuestras redes sociales o nuestros espacios de amistad evitamos nombrar a quienes nos importan, también estamos evitando verlos con profundidad. Estamos dejándolos al borde del relato.

Nombrar al otro es otorgarle lugar, presencia, legitimidad. Es una herramienta simbólica para construir humanidad, no solo intimidad. Y no importa si se trata de un amigo, una pareja, un amante o un familiar: cuando se omite sistemáticamente el nombre, se puede estar negando sin querer el derecho más básico de cualquier vínculo: el de existir plenamente en la mirada del otro.

Nuestra cultura necesita menos anonimato emocional y más compromiso simbólico. Porque quien no te nombra, no te reconoce; y quien no te reconoce, difícilmente podrá cuidarte, respetarte o amarte.

La ética del vínculo es una propuesta que reconoce al otro como un sujeto con derechos relacionales: a ser visto, a ser escuchado, a ser nombrado. Emmanuel Levinas (1961) sostiene que el rostro del otro nos interpela y nos obliga éticamente; el otro nos exige una respuesta. Esta ética no se basa en reglas formales, sino en una disposición afectiva: el cuidado como forma de relación.

Nombrar

Nombrar es, en este sentido, el primer gesto de ese cuidado. En palabras de Bell Hooks (2000), no hay posibilidad de amor sin reconocimiento. Nombrar al otro es decirle: «estás presente en mi mundo», «tienes un lugar en mi relato», «no eres un elemento desechable o intercambiable».

Desde esta perspectiva, la ética del vínculo se opone al anonimato emocional. Reivindica la importancia de las palabras en la construcción de relaciones humanas basadas en el respeto mutuo y la validación recíproca. En consecuencia, nombrar al otro se convierte en una acción ética elemental y poderosa, en tanto inaugura un lazo y otorga legitimidad al encuentro.

Nombrar al otro no es solo decir su nombre. Es una forma de decir: “te veo”. Y en tiempos tan fragmentados, ver y ser visto quizá sea uno de los actos más revolucionarios que nos quedan.

 

 

*Catedrática e Investigadora de Patrimonio Cultural